Crucé el umbral de la puerta y te busqué con la mirada. No estabas ahí. Sin embargo, no me alarmé, sabía que llegarías. Esperé sentada, casi inmóvil, con la mirada fija y el corazón inquieto. Pasaron los minutos y no llegaste. Sentí un vacio enorme. Sin duda, había perdido mi oportunidad. Lo más probable era que no me querías ver, que tu pensamiento no había sido perturbado por mi existencia. Tu corazón no se aceleraba con el simple recuerdo de mis manos, como el mío al pensar en las tuyas.
Respiré hondo y decidí no llorar, no entristecerme. Cerré por unos segundos los ojos y recordé tu mirada, profunda y misteriosa. Estaba a punto de resignarme a no verte más, cuando vi tu figura en la puerta. Silencioso, de espalda ancha, no muy alto, te acercaste. Te observé por unos segundos que bastaron para grabarte para siempre en mi memoria. Tu piel morena y mirada de fuego siempre lograron inquietarme. Ni siquiera me miraste. Te sentaste. Sentí mi corazón hundirse en un mar de decepción. Volví a mirarte. Esta vez tus ojos se encontraron con los míos. Desviaste la mirada, al igual que yo. Minutos después, volví a buscarte. Esta vez recorrí tu cara. Te miré como la primera vez, intrigada. Observé tu barba, un poco poblada y tu nariz ancha. De pronto sonreíste. Imaginé que lo hacías para mí.
El tiempo se terminó y era hora de partir. Te levantaste y caminaste hacia la salida, sin siquiera voltear hacia mí. Te seguí con la mirada hasta ver desaparecer tu figura entre la gente.
Sentí que el corazón se encogía. Había perdido mi oportunidad de estar contigo. Si tan sólo hubiera podido acercarme, hablarte. Pudimos haber estado juntos, ser felices. Pude haberte amado y tu a mí. Si tan sólo hubiera tenido el valor de conocerte.
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