Laura se levantaba todas la mañanas y buscaba una razón para salir de la cama. Nunca la encontró pero la obligaban a salir de ella. La rutina la hacía sentir que se ahogaba, sin embargo no decía nada. No encontraba un punto en llorar continuamente con alguien que no le solucionaría la vida. Sabía que nadie lo entendía y que no lo iban a hacer mejor. Así que decidio callar. Tal vez no fue lo más sano pero era lo que le daba tranquilidad. Sonreía con mucha frecuencia, así que todos suponían que era feliz. Eso siempre le causaba gracia. Nunca entendió la relación entre la sonrisa y la felicidad absoluta. Entonces, se preguntaba, ¿si alguien rie todo el día es feliz? Así que nadie es feliz. ¿Y si lloran de felicidad? ¿no son felices? A veces pasaba horas frente a su espejo practicando sonrisas. Sonrisa sarcástica, todos creen que sonrio pero me río de ellos. Sonrisa secreta, la mejor de todas, ellos creen que no río pero por dentro lo estoy haciendo. Sonrisa empática, para hacer creer que entiendo. Sonrisa coqueta, para que crean que estoy interesada. Todas las ensayadas implicaban un proceso mental interno del que generalmente sólo ella era partícipe. No tenía amigos. Pero se tenía a ella. Muchos pueden creer que eso no es suficiente, pero para ella lo era.
Había intentado tener amigos. No había funcionado. Nunca había podido hablar con nadie más que consigo misma. Sólo tenía un amigo. Su nombre era Mario. Mario siempre estaba con ella. Sin embargo, un día comenzó a gritarle. Sin embargo, nunca podía estar lejos de él. Siempre estaban juntos y él era el único que parecía quererla.
Un día despertó escuchándole gritar. ¿Qué pasa?, preguntó. Mario seguía gritando, la sacudía, la maldecía. Deseaba dejar de escuchar. Cada grito entraba como cuchillo. Cada golpe la hacía odiarlo. ¡Calla!, suplicaba. Él no escucho. No me hagas odiarte, no me hagas huir, por favor. Mario seguía gritando. De pronto, calló. De repente, desapareció. Miró a su lado y encontró un cuerpo inherte. Era su cuerpo.
Laura se encontraba tirada en el suelo. Sus muñecas y su cara se habían pintado de rojo. Su vida también. Dejó de escuchar esa voz que le repetía que no estaba bien, que todos la odiaban. Dejó también de respirar. Entonces, miró ese cuerpo y sonrió. Ahora ni siquiera ella sabía que clase de sonrisa era. Sólo sabía que la voz había callado y que la sonrisa era real.
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